Sureste (in)sostenible

La Mancomunidad del Sureste en Gran Canaria se presenta como referente mundial en sostenibilidad.

En su página web (surestegc.org) podemos leer:

«Ahorro de energía térmica y eléctrica a partir de energías renovables… Fomento de la investigación y colaboración al desarrollo de otros pueblos…Su pretensión es generar beneficios de la energía creada, mejorar la formación de los habitantes de la comarca a todos los niveles, mejora de la cualificación laboral, mejora del nivel de vida de los habitantes…Impulso y diversificación del sector agrícola, industrial y turística…Además de las relaciones Europa-África-América…Convertirse en un foco de interés mundial por medio de la presencia destacada en congresos, medios, etc…» (extractos recogidos de la mencionada web).

La realidad de los tres ayuntamientos que componen la Mancomunidad no es en absoluto comparable, ni en este ni en otros sentidos. El Sureste de Gran Canaria es una zona enormemente deprimida económicamente (La tasa de paro en la comarca está por encima del 28% en julio de 2020). Una gran parte de la población trabaja directa o indirectamente en el turismo. De hecho, el Sureste es el mayor proveedor de mano de obra en la restauración, limpieza y servicios de la zona turística del sur de la isla.

Estos tres municipios tenían una economía eminentemente agrícola y ganadera en la que abundaban las pequeñas y medianas explotaciones de hortalizas y frutas en régimen de aparcería. Hoy, muchos de esos cultivos se han trasladado a Marruecos. La explosión turística en el Sur hizo que dichos trabajos se abandonaran por otros que prometían mejores jornadas de trabajo y salarios más altos. Primero la construcción y los servicios asociados al turismo más tarde, cambiaron la economía de la comarca y vieron la expansión de Vecindario hasta convertirse en uno de los núcleos urbanos más poblados de la isla. Mejores salarios y jornadas más holgadas, pero ¿qué nos hemos dejado por el camino?

Una economía eminentemente familiar era sin duda una vía de transmisión de unos valores que hoy parecen olvidados. El más importante de los cuales es exactamente aquel en el que aparentemente habíamos ganado. La expansión turística trajo un consumo exagerado de nuestros recursos naturales para dirigirlo a un turismo de masas que devora nuestra isla instalado en sus maravillosos hoteles.

Los pueblos y tradiciones pasaron a un segundo plano y abrazamos la llegada del turismo como la gallina de los huevos de oro. La nueva construcción, no solo de los centros turísticos sino de los pueblos que crecían a su abrigo, ya no emulaban la belleza de nuestros pueblos tradicionales, buscaban una funcionalidad que no sabía de casas encaladas y jardines cuidados.En todo caso esto se adoptaba como elemento ornamental para los hoteles y apartamentos. Mientras, en Vecindario, Cruce de Arinaga, Carrizal o la misma expansión de Ingenio, desaparecía ese gusto por lo bien hecho, por una tradición repensada (que hoy podría atraer otro turismo que valora lo auténtico).

Poco a poco la población se ha acostumbrado a un feísmo funcional, hemos aprendido a no mirar fuera de las casas. Ni siquiera nos fijamos en las fachadas sin encalar, algo impensable en los pueblos de nuestros padres, que cuidaban hasta los cuartos para los animales. 

¿Acaso no admiramos la belleza de Santa Lucía o de Agüimes? El barranco de Guayadeque y sus casas cueva nos parece digno de enseñar, pero no llevaríamos a nadie de paseo por los barrios de Vecindario por mucho que apego que les tengamos al haber crecido y jugado en ellos.

Una visita al Sureste nos maravilla con unos espacios naturales extraordinarios que han sido degradados (algunos de manera irreversible). El consumo abandona pronto lo que ya no es novedoso y lo funcional pasa de moda. De esa forma aquel turismo primero se aburre de construcciones viejas que no tienen el encanto de lo tradicional, mientras que una casa rural bien cuidada representa un valor que perdura.

¿Hemos aprendido algo de este cambio de tendencia? Bueno, alguna cadena hotelera, que monopoliza casi por completo el Sur, evoca nuestros pueblos para transmitir justamente eso de lo que nos hemos desecho. Otras apuestan por actualizarse a los (efímeros) nuevos gustos estéticos o de confort.

Lo más terrible es el poso que el descuido ha dejado en nuestras retinas, hoy incapaces de inmutarse ante esa fealdad. Abundan los invernaderos abandonados cuyos plásticos recorren el necesario camino a nuestro mar. Las cunetas y los barrancos son pasto de desaprensivos que los usan como estercoleros de todo tipo de enseres que el consumo desecha. No hace faltar hurgar en nuestros hermosos barrancos, lo tenemos a la vista cada vez que conducimos a nuestras casas o caminamos fuera de las avenidas y paseos.

¿No son nuestros nuevos pueblos, nuestro camino a casa dignos de belleza? Hemos asumido que el turismo se encuentre una imagen bella durante su estancia en el hotel de jardines cuidados y piscinas prístinas. Mientras, los que los mantienen, los limpian, los embellecen vuelven a unos pueblos que carecen de ese gusto.

Observo con disgusto unas generaciones que devoran este consumismo de lo efímero, que no es único a nuestra isla pero que aquí tiene consecuencias desastrosas. La oferta de trabajo a edades tempranas ha dejado a varias generaciones sin estudios y abocados a no poder hacer otra cosa el resto de su vida. El paro, la dependencia de las ayudas abunda, y se asume como el menor de los males.

Un Sureste sostenible no puede abandonar a su población en manos de un consumo exacerbado y, desde luego, no puede ahondar en esta brecha social. Entre sus objetivos aparecen la mejora de la cualificación laboral y la mejora de vida de sus habitantes. Me pregunto si esta mejora va a continuar orientada a que una gran parte de nuestros conciudadanos sean la base laboral de esta pirámide turística o se pueden impulsar otras vías que les permitan emprender sus propias ideas y no ser esclavos de una sola idea de negocio, en la que no pueden aspirar a cambiar de estatus.

La sostenibilidad de nuestra comarca pasa por planes de educación y formación que pongan en tela de juicio la cultura del consumo-abandono que parece imperar dondequiera que miro. Mostrar nuestras riquezas naturales y tradicionales como algo más que un souvenir al que se le puede sacar una foto. Los turistas pueden seguir disfrutando de nuestra isla, pero las nuevas generaciones deben conocer el valor que se esconde detrás de los pueblos de las postales. No son excursiones de medio día sino donde reside nuestra fuerza. Agricultores y pescadores que no se amedrentan ante el viento, sino que lo abrazan como fuente de energía, de una energía renovable que realmente revierta en el pueblo.

Las sostenibilidad pasa por limpiar, no solo nuestros barrancos, sino la mirada de nuestros vecinos, en especial la de los más jóvenes, para que no soporten el feísmo en el que nos puede instalar el consumo de nuestros recursos y la pérdida de nuestros valores.

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Comments

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